Me di cuenta de que soy una fashion
victim adicta a los perfumes fuertes cuando empecé a salir al campo con mi
mamá. Hasta entonces, en la cuidad y en la bomba de gasolina, sólo había
conocido aromas con una nota suave y con poca personalidad: desperdicios de
comida, excrementos y orines humanos y perrunos, humo de carros… Pero nada
comparado con la deliciosa fragancia de un cadáver en descomposición, restos de
pescado putrefacto o una caca de vaca o de caballo sobre el pelaje, además de
otros que mi mamá no ha podido identificar pero que a mí me parecen deliciosos
y a ella, que no tiene el sentido del olfato desarrollado, le producen arcadas.
Tanto es así que la primera vez que me revolqué para perfumarme en nuestra
primera salida juntas fuera de Bogotá -en Silvania-, ella creyó que el olor
provenía de caca de pájaro –si bien cabe alegar decir en su defensa que le
pareció muy extraño que existiera un ave tan enorme- y siguió acariciándome sin
grandes reparos. Justo antes de partir hacia la ciudad salimos a dar otro
pequeño paseo y de nuevo ese olor conocido surca el aire en dirección a nuestros
hocicos, ¡qué delicia! En ese momento mi mamá descubre al borde del camino el
cuerpo de un animal de tamaño mediano en estado de descomposición avanzada, sitiado
por las moscas, quedando de él jirones de lo que había sido la piel, y unos
dientes que parecen reírse de ella por haber pensado que se trataba de
excrementos de paloma, y a mí a doblando las patas delanteras casi desmayada de
placer a punto de echarme encima. Su grito arruina ese momento sublime y ella
da por finalizado el paseo por ese día y nos devolvemos a la finca a paso
ligero para someterme a esa tortura llamada “baño” de modo que sus amigos nos
reciban en el carro para devolvernos a la ciudad. Por la noche, ya en nuestra
casa, el olor que todavía emano desde el piso de abajo -amplificado por la
imagen del cadáver todavía fresca en su retina-, hace que ella casi vomite y no
pueda respirar hondo hasta que a la mañana siguiente me deja a primera hora en
la veterinaria para que me quiten “esa peste asquerosa como sea” (dixit).
En nuestra siguiente salida al embalse de Chivor con sus amigos ciclistas
mi mamá pide a una familia que se queda en la finca mientras otro grupo monta
en bici que, por favor, conociendo mis antecedentes, si me llevan a algún lado,
no me suelten. Dicho y hecho: mi mamá se va, yo lloriqueo y halo de la correa
porque quiero que me lleve y ella me grita desde la bici “Espérame, Linda,
espera”. Esa instrucción la conozco bien, de manera que me quedo tranquila
porque sé que, tarde o temprano, ella regresa a buscarme. Pasado el rato la
familia que tengo a mi cargo va a dar un paseíto por las veredas hasta la
tienda y me llevan. Una vez allá, sin embargo, y presa de mis encantos
hipnóticos que ya les he revelado, me sueltan y yo, aplico mi táctica escapista
infalible, es decir, dejo que se confíen y, en el momento que menos se lo
esperan, me voy a buscar a mi mamá. Como me había dicho que la esperara en la
casa me dirigí derecha hacia allá haciendo una pequeña parada para revolcarme en
un vertedero de basuras por el camino. La familia se asustó mucho cuando descubrió
mi fuga. Cuando llegaron a la casa con el corazón en un puño me encontraron
haciendo guardia, con los pelos del lomo de punta debido a una sustancia
altamente pestilente. Me encerraron en una habitación con la esperanza de
mantener neutralizado ese olor y cuando llegó mi mamita le tocó darme uno, dos,
tres, hasta cuatro baños para poder regresarnos a Bogotá en el carro de ellos
sin vomitar. De la pura desesperación acabé botándome del lugar donde estábamos,
con la correa puesta al cuello, de modo que casi me ahorco yo solita. Aun así
no me libré de la visita a la veterinaria al día siguiente para mi quinta
jabonada y posterior acicalamiento.
Pero no hace falta salir al campo para perfumarse, Bogotá también ofrece
suficientes oportunidades si uno las sabe buscar… A los dos días de regresar
del campo invitamos a nuestro nuevo vecino a visitarnos. Tras una agradable
cena española que prepara mi mamá le invita a acompañarnos en nuestro paseo nocturno
por el césped de detrás de nuestro edificio. Cuando veo que mete el pie hasta
el tobillo en la misma mierda superlativa en la que yo me revuelco constato que
tenemos un gusto similar para las fragancias. En el ascensor de vuelta el aire
está cargado de deliciosas partículas olorosas. Nuestro vecino, feliz con su
nuevo perfume, regresa a su domicilio mientras que yo visito por primera vez el
piso de arriba de nuestra casa porque es allí donde se encuentra la temible
ducha: por segunda vez en esa semana, y a altas horas de la noche, me somete a
esa tortura, durante dos horas. Yo lloro y tiemblo de frío y de miedo pero mi
mamá es inflexible y me restriega por todas las esquinas con mi champú de árbol
de té para pieles sensibles. A continuación extrae un pequeño aparato que
expulsa aire y hace un ruido infernal y me persigue con él por toda la casa
hasta que me intercepta en el sofá y no me suelta hasta pasadas otras dos
horas, cuando el aire ha secado, por fin, mi cuerpo peludo, y las dos estamos
muertas de sueño porque son las 2 de la mañana.
La cuidad también ofrece esencias incluso para regalos inesperados: cuando
mi mamá regresó de Brasil, y tras pasar trece días separadas, me emocioné tanto
al verla que, para mostrarle lo que la había extrañado, lo primero que hice al
salir de la casa brincando de alegría fue revolcarme en otra mierda como
bienvenida.
Es por esa afición a perfumarme mía que casi siempre me ven con una
pañoleta rosada al cuello. Me la ponen en la veterinaria cuando me bañan y me
dejan el pelo suave y esponjoso y olor a peluquería. Las pañoletas me duran
como mucho unos 5 días porque se ensucian, se rompen, me las dejo enganchadas
en los árboles cuando vamos al bosque, o me las tiene que cortar mi mamá con su
cuchillo jamorero porque me he vuelto a revolcar y si se entretiene en quitarme
el nudo le dan arcadas. Así que, como ven, me baño mucho… ¡Demasiado! Como a mí
ese olor no me gusta en cuanto veo la ocasión intento echarme de nuevo Chanel
nº 5, lo que pasa es que mi mamá cada vez está más atenta y cuando me ve doblar
la patita grita “¡¡¡No!!!” tan duro que sobresalta a la gente a su alrededor. Sus
congéneres la mira bastante sorprendida, porque ellos sólo ven a una dulce
perrita olfateando el pasto, pero supongo que si tuvieran una colección de
pañoletas rosadas caídas en batalla como la nuestra y hubieran superado las
mismas pruebas a la paciencia, a los nervios, a la espalda, y a la pituitaria
que mi mamá, entenderían…
Ahora, desde que hemos llegado a Europa, le he dado una pequeña tregua… En
Barcelona las fragancias tienen un toque marino: algas putrefactas y algún
pescadito. En el parque me revuelco y me revuelco, pero apenas alcanzo a
encontrar alguna lombriz o ranita seca y, con algo de suerte, algún ratoncillo,
pero ni siquiera medio descompuesto. Pese a que estos olores son como agua de
colonia para lo que estamos acostumbradas, acá también me ha tocado bañarme y,
ni más ni menos, que con champú con aroma de coco… Vaya broma del destino,
cruzar el charco para acabar oliendo como las palmeras de mi tierra natal!