martes, 30 de abril de 2013

La máquina del tiempo


Mi mamá es una de las pocas privilegiadas que -junto con Michael J. Fox- ha viajado en la máquina del tiempo 14 años adelante, y ha podido ver a su perro cuando sea viejito, es decir, caminando muy despacio un par de pasos por detrás suyo; sin apenas reacción a los estímulos; incapaz de subirse al sofá, de bajar las escaleras, o de hacer sus necesidades, porque las patas no le aguantan; con los párpados caídos y enrojecidos, los ojos turbios, y esa mirada de apacible resignación que tienen casi siempre los abuelitos.

Así es que regresé a mi casa de mi primera (y espero que última) cirugía.

En estos días ando todo el tiempo tumbada con las orejas gachas y cara de lástima. Sólo me saca del ostracismo la llegada de mi mami, sus caricias, y un buen trozo de jamón –y ni siquiera siempre-. Ella sabe que yo me siento bien cuando está cerca y por eso se queda casi todo el tiempo en la casa, vuelve corriendo del trabajo, anula compromisos e invita a sus amigos -Helen, Steven, Javier, Jorge...-, que me quieren mucho, a venir para que me consientan y yo tenga estímulos nuevos y me anime un poquito. Como, estando tan dolorida, no puede cargarme y subirme a la cama -que es lo que yo quisiera-, estas noches se ha bajado con sus cobijas a dormir conmigo al sofá, que es al único lugar donde logro subirme con su ayuda. Apenas descansamos porque yo estoy muy inquieta, dando vueltas, metiéndole la pata en el ojo, y golpeándole la cara con mi collar isabelino –al que además añadió una extensión con el envoltorio de una torta de limón que nos regaló Helen, no sea que alcance de alguna manera a introducir mis patitas operadas dentro del embudo-.

Durante el día se la pasa conmigo en el piso acariciándome y escribiendo lo que yo le dicto, lo que me lleva a confirmar una vez más la ya mencionada tesis de A. Lavoisier acerca de la transformación de la materia: mis dolores van cediendo de manera inversamente proporcional a lo que aumentan los suyos en la espalda. De esta manera puedo estar la mayor parte del tiempo sin oler a limón, puesto que ella actúa como collar isabelino articulado, es decir, me distrae y devuelve suavemente la cabeza a su lugar cuando voy a lamerme las heridas.

Aunque estar así de dolorida no es tan chévere estoy tranquila: no estoy en el duro y frío suelo de mi gasolinera natal y sin poder moverme ni probar bocado durante meses, sino que estoy en mi hogar caliente con una mamá que me mira a los ojos y me habla, me consiente y me alienta todo el tiempo y que me prepara pasta con atún, carne y jamón y además me lo lleva a la cama donde yo la espero moviendo la cola.

Hoy me he puesto en pie durante unos segundos por primera vez, y no ha sido para ir comer, ni beber, ni salir a la calle, sino para acercarme a saltitos a mi mamá, lamerle la mano y decirle lo que aprecio todo lo que está haciendo por mí. 

domingo, 28 de abril de 2013

Shake it, baby!


Uds. se preguntarán cómo de no pararme del piso acabé en un álbum de fotos con alforjas de excursionista... Mis avances en movilidad se pueden resumir en los siguientes hitos:

Una vez que mi mamita logró que me pusiera en pie con mi plato de comida delante, aprovechaba esa inercia y, antes de que yo me dejara caer de nuevo, me ponía la correa y me llevaba a dar un pequeño paseo -que cada vez se fue haciendo más largo-, por la ciudad. 

La primera vez que caminé libre habían pasado dos semanas. Mi mamá me llevó a un parque grande y en el centro del mismo me consintió mucho y me soltó la correa. Yo correteé torpemente con la lengua arrastrando por el piso en círculos alrededor suyo y acudía tambaleante cuando me llamaba. Fue muy emocionante. La gente que observaba la escena nunca supo lo especial que fue aquel momento para las dos: el vínculo físico había dado paso en ese tiempo a una (todavía) frágil unión basada en el afecto, un afecto incipiente.   

A la vista del éxito, y como ya caminaba erguida, al poco tiempo mi mamá quiso llevarme al campo, a que conociera el aire puro, y fuimos con Steven a Guatavita. Era la primera vez que sentía la hierba cosquilleándome en la barriga, la tierra húmeda bajo mis patas y el viento en mi hocico. Disfruté muchísimo y me mantuve en todo momento cerca de ellos sin perderlos de vista... Hasta que apareció una mula con su arriero en mi campo de visión y huí corriendo despavorida colina abajo… No regresé hasta que mi mamá me llamó a gritos, haciendo bocina con las manos, subida en unas piedras lejos de la trayectoria de ese animal tan grande.

Para cada nuevo paso mi mamá buscaba las condiciones para estar tranquilas. Comenzamos a subir a los Cerros Orientales una vez por semana, al principio solas -de manera que podamos parar o devolvernos cuando quisiéramos-, y ahora subimos con amigos o en grupo y ya tengo muchos amigos entre perritos y bachilleres de policía. También aprendí a trotar al lado de la bici. Al principio me cruzaba por delante y ladraba a todas las ciclas que pasaban, pero después de un par de frenazos y varios moratones logramos acoplarnos bastante bien.

También aprendí a subir escaleras, que me daban pánico, y a montar en taxi. Para llevarme a hacer esas extravagancias utiliza una mezcla de ternura y firmeza –y en casos extremos galletitas- infalible, ya que yo confío plenamente en  mi mamita y quiero hacer lo que ella hace, lo que me lleva a superar mis límites constantemente. Ante las situaciones alarmantes ella sigue adelante animándome y reconfortándome con su voz y yo siempre acabo dando un paso más, pegada a ella, con las orejas gachas y el rabo entre las piernas, pero lo doy. Ella a veces me toca la cabeza y otras me agarra y me conduce directa hacia la amenaza y se mantiene allí hasta que me tranquilizo, al menos un poco. Ahora soy capaz de pasar al lado de vacas y caballos tan campante, de investigar entre la maleza y salir sola cuando me enredo, de saltar muros, de escalar, y hasta de cruzar puentes colgantes con las tablas separadas de manera que se ve el agua corriendo debajo.

Ella ha tenido con este tema un conflicto muy grande porque no sabía si lo que estaba haciendo conmigo estaba bien: mis médicos le decían que yo debía llevar una vida tranquila y sedentaria, mirándola como una madre desnaturalizada e irresponsable cuando les contaba que estaba teniendo tanta actividad. Y había indicios de que eso era cierto, ya que a la vuelta de muchas de estas salidas cojeaba varios días, no quería salir de la casa, me la pasaba durmiendo y estaba muy cansada. 

De todas formas ella es una cabezota ya que, pese al encogimiento de corazón y las dudas que sentía en esos momentos -y, en realidad, cada vez que me veía caminar-, siempre me llevó a dar un paseo, aunque fuera corto, para que me moviera, siguiendo su intuición de que me hacía bien, y de que dentro de mí, por ahí escondida, tenía que haber una fuerza y alegría de vivir que iban a acabar brillando sobre todo lo demás.

Hoy mi mamá se ríe a carcajadas cuando me ve trotando con cada pata para un lado, y se refiere a mí como "la inválida” departiendo con las comadres en el parque mientras observa, encantada y orgullosa, cómo doy caza a algún palo con saltos más propios de un conejo que de un canino. Cuando juego desaforada con otros perritos mi cadera parece desprenderse de mi cuerpo. Ella no se explica como es anatómicamente posible pero el caso es que yo disfruto corriendo con mi estilo particular y no intenta impedírmelo.Cada semana me veo mejor, me dice la gente en las calles, me ha cambiado hasta el semblante. Allá por donde vamos comentan que me veo feliz. Y es verdad... Cuando corto el aire con mi hocico o rastreo la hierba; cuando corro al lado de mis amigos en pos de una pelota y luego, en la casa, subo la escalera a saltitos para a continuación dar un gran brinco hasta la cama, donde mi mami me abraza y me acaricia la barriga... ¡Me siento en el paraíso!