Mi mamá es una de las pocas privilegiadas que -junto con Michael J. Fox- ha viajado en la
máquina del tiempo 14 años adelante, y ha podido ver a su perro cuando sea
viejito, es decir, caminando muy despacio un par de pasos por detrás suyo; sin
apenas reacción a los estímulos; incapaz de subirse al sofá, de bajar las
escaleras, o de hacer sus necesidades, porque las patas no le aguantan; con los
párpados caídos y enrojecidos, los ojos turbios, y esa mirada de apacible resignación
que tienen casi siempre los abuelitos.
Así es que regresé a mi casa de mi primera (y espero que última) cirugía.
Así es que regresé a mi casa de mi primera (y espero que última) cirugía.
En estos días ando todo el tiempo tumbada con las orejas gachas y cara de
lástima. Sólo me saca del ostracismo la llegada de mi mami, sus caricias, y un
buen trozo de jamón –y ni siquiera siempre-. Ella sabe que yo me siento bien
cuando está cerca y por eso se queda casi todo el tiempo en la casa, vuelve
corriendo del trabajo, anula compromisos e invita a sus amigos -Helen, Steven, Javier, Jorge...-, que me quieren mucho, a venir para que
me consientan y yo tenga estímulos nuevos y me anime un poquito. Como, estando
tan dolorida, no puede cargarme y subirme a la cama -que es lo que yo
quisiera-, estas noches se ha bajado con sus cobijas a dormir conmigo al sofá,
que es al único lugar donde logro subirme con su ayuda. Apenas descansamos
porque yo estoy muy inquieta, dando vueltas, metiéndole la pata en el ojo, y
golpeándole la cara con mi collar isabelino –al que además añadió una extensión
con el envoltorio de una torta de limón que nos regaló Helen, no sea que
alcance de alguna manera a introducir mis patitas operadas dentro del embudo-.
Durante el día se la pasa conmigo en el piso acariciándome y escribiendo lo
que yo le dicto, lo que me lleva a confirmar una vez más la ya mencionada tesis
de A. Lavoisier acerca de la transformación de la materia: mis dolores van
cediendo de manera inversamente proporcional a lo que aumentan los suyos en la espalda. De esta manera puedo estar la mayor parte del tiempo sin oler a limón,
puesto que ella actúa como collar isabelino articulado, es decir, me distrae y
devuelve suavemente la cabeza a su lugar cuando voy a lamerme las heridas.
Aunque estar así de dolorida no es tan chévere estoy tranquila: no estoy en
el duro y frío suelo de mi gasolinera natal y sin poder moverme ni probar
bocado durante meses, sino que estoy en mi hogar caliente con una mamá que me
mira a los ojos y me habla, me consiente y me alienta todo el tiempo y que me
prepara pasta con atún, carne y jamón y además me lo lleva a la cama donde yo
la espero moviendo la cola.
Hoy me he puesto en pie durante unos segundos por primera vez, y no ha sido para ir comer, ni beber, ni salir a la calle, sino para acercarme a saltitos a mi mamá, lamerle la mano y decirle lo que aprecio todo lo que está haciendo por mí.