lunes, 25 de febrero de 2013

“La materia no se crea ni se destruye, sólo se transforma” (A. Lavoisier)


Es por eso por lo que los cuatro kilos que he ganado en mis dos primeras semanas en casa los ha perdido mi mamá a base de salir corriendo de la universidad a mediodía sin almorzar para llevarme a dar un paseo varias veces al día e ir ejercitándome (mi mamá está convencida de que voy a volver a caminar bien, pese a todos los pronósticos); y poder darme mis cuatro platazos de comida diarios de carne e hidratos de carbono enriquecidos con vitaminas y aceite de oliva –¿mencioné ya que mi mamita es española?-, porque mi piel está muy seca y me rasca aunque ya no tengo pulgas, y mi pelo no tiene brillo, es áspero y se cae…

Y es por eso por lo que, en el momento en que yo entré en su vida, ella se olvidó de sus dolencias: a saber, una tremenda gastritis nerviosa provocada por la interminable espera -diez meses- en los no supo si venía a vivir a Colombia –o si se quedaba en España o se iba a otro lugar- y si había conseguido su plaza como profesora en la Universidad de los Andes. Debido a la demora, tuvo que abandonar su sueño de irse de viaje varios meses por el mundo y acabó cortándose el pelo de la puritica frustración.

Ya ni volvió a ir al médico por ese tema -y ya le está creciendo el cabello de nuevo- aunque, a cambio, no hay día que no hable con un veterinario desde entonces… 

domingo, 24 de febrero de 2013

Genio y figura



Mi mamá nunca había compartido su vida con un cuadrúpedo antes, de manera que es una inexperta total en el mundo canino, pero no hace falta ser un lince para darse cuenta de que soy una perrita bien particular:

Nunca me levanto del piso. Lo primero que me enseña mi mamá es a ponerme en pie (con mi plato de comida delante de la nariz), en lugar de a sentarme o a tumbarme.  

Hay que insistirme para salir a la calle. En lugar de salir corriendo de la casa, me siento en la alfombrilla de la entrada durante unos segundos para olfatear el aire detenidamente, ver qué día hace, y decidir qué me pongo. 

Jamás juego ni toco nada de la casa, espero echada en el sofá como una esfinge hasta que ella aparece (le hizo tanta ilusión que me subiera allá sola que nunca pensó en prohibírmelo), ella incluso hace chistes, por eso de quitarle dramatismo al asunto, diciendo que no sabe si ha recogido una perrita o un mueble.

Cuando ella llega a casa muestro mi alegría botándome a sus pies y moviendo tímidamente el rabo escondido entre las piernas. Se dice que los perros no tenemos noción del tiempo. Craso error: yo sólo me digno a bajarme del sofá y dirigirme hacia la puerta cuando ha estado ausente al menos un par de horas.

Las visitas en una casa que hay perro generalmente tienen un recibimiento de ladridos y saltos que hace que acaben encaramados en las puntas de sus pies apartándonos disimuladamente si no se encuentran muy relajados en nuestra presencia. La gente que viene a mi casa acaba arrastrándose por el piso. Mi actitud favorece las relaciones horizontales.

No me meto en su cama, de hecho ni siquiera he intentado subir donde ella duerme: en la gasolinera donde crecí nunca vi escaleras y me dan pavor (igual que el baño).

Cuando vamos de paseo el piso y los olores de las esquinas no me interesan; voy pegada a su pierna mirándola, lamiéndole la mano, y aúllo como un coche de bomberos mientras la gente le pregunta que qué me pasa.

Durante muchas semanas no emito un ladrido y mi mamá dice que si hubiera sabido que tengo una voz tan grave y sexy me hubiera llamado Marlene. Una vez superada esa primera fase, sin embargo, parezco Jekyll & Mr. Hyde: adorable e inofensiva hasta que se me cruza un militar -en vivo o en la tele, soy una perrita pacifista (los policías, en cambio, me gustan)-, un indigente borracho, un señor con casco, palo (léase escoba, bastón de trekking…), bolsa o morral grandes o, la mayor de las amenazas: una patineta…

Soy un sabueso a la hora de encontrar basura en los lugares más insospechados. Desde que pasea conmigo mi mamá se ha dado cuenta de que Bogotá está sembrada de huesos de pollo y raspas de pescado. Al principio no le importaba mucho ya que, al fin y al cabo, eso había sido mi dieta habitual; no obstante, desde que le dijeron que estaban poniendo veneno en los parques y después de tres desparasitaciones, su política cambió radicalmente: me abre el hocico y me agita como una coctelera hasta que suelto mi presa, que tengo que dejar abandonada con todo el dolor de mi corazón.

No se lo creían?:)
Me dejo manipular y hacer todo tipo de perrerías sin chistar siempre que ella esté conmigo (los veterinarios le piden que salga pero en seguida la llaman porque aunque no lo parezca soy muy difícil de controlar y me boto de donde sea). Como tengo heridas abiertas mi mamá ha estado sacándome el pus y haciéndome mucho daño y yo, a cambio, le muestro la barriga para que me acaricie. También llevo con mucha dignidad mi collar isabelino día y noche: como no veo y apenas oigo voy por la calle disparada meneando el embudo mientras ella va dando tumbos muerta de la risa detrás gritándome: “¡Lindaaaaaaaa, te ves muy chistosa!”.

Me sobresalto con cualquier cosa. De hecho, lo único que no me da miedo es, precisamente, lo que le da miedo a mi mamá, que es que se abalancen sobre mí enormes perros de raza bien alimentados y musculosos a olisquearme, sobre todo después de que me atacara una golden retriever y casi no lo cuento (algunas perras dominantes son especialmente agresivas conmigo, supongo que porque me ven una presa fácil). Pero ella es consciente de que ya bastante tengo yo con lo mío para que me trasmita otro miedo más, de modo que me da mucha libertad y ahora es de las mamitas más relajadas del parque.
A que me parezco a E.T?

Soy la perrita más consentida del mundo, lo que dice todo el que me ve... Pues claro ¡que esperaban! Tengo que compensar todo el tiempo que he vivido sin caricias... 

domingo, 17 de febrero de 2013

Etimología del apellido "Guacharaca"


Mi mamá me llevó a casa confiando en las palabras del veterinario sin darse cuenta de la grave amenaza que se cernía sobre ella: la población de pulgas que habitaba en mi pelaje había quedado intacta tras el lavado con champú y se disponía a conquistar cada rincón de mi nuevo hogar.

Yo tocaba la guacharaca -que es "un instrumento musical de rascado utilizado mayormente en el vallenato (...)", como dice wikipedia- a todas horas –rasca-rasca-rasca-, como siempre, y el veterinario decía que era un reflejo adquirido en la calle (como morderse las uñas los humanos, más o menos)En un par de días ella, que además es alérgica a las picaduras de insectos, tiene el cuerpo lleno de ronchas y empieza a mostrar también ciertas aptitudes musicales, aunque ella no toca tan bien ni tan alto como yo porque no tiene tanta práctica y además sus uñas son muy finas… A cada rato habla nerviosa con el veterinario por un aparato pequeñito –“teléfono”- y él le da toda clase de indicaciones: que si aplíquese crema humectante, que si rocíe su cama con polvos de talco… 

La solución, sin embargo, lleva el nombre de laboratorio farmacéutico y reza: “Raid”. Compra el bote más grande que encuentra, me amarra fuera de la casa para, a continuación, entrar, y salir a los pocos minutos tosiendo y dejando una nube de veneno a sus espaldas. A continuación vagamos por la ciudad durante un par de horas mientras el producto hace efecto y se desvanece. Esta operación se repite varios días: la amarrada, las entradas cual aguerrido bombero entre vapores tóxicos, y los eternos paseos. Pero el concierto sigue irrefrenable y mi mamá se desespera en la lucha contra ese enemigo invisible que no la deja dormir, que le produce una rasquiña y una desazón terribles, se reproduce a velocidad vertiginosa y cuyos huevos, que son resistentes a los venenos, pueden esconderse en cualquier resquicio para eclosionar varios meses después dando lugar a una plaga imbatible –mira, justamente lo mismo que se dice del “terrorismo”...-.  

Un buen día, mientras toco la guacharaca en el sofá, la veo muy concentrada mirando a la caja luminosa que carga por toda la casa y solicitando presupuestos a empresas de control de plagas... Ella, que ni tiene un restaurante ni una red de metro, sino solamente una perrita llanera vagabunda… El fumigador –traje aislante, mochila a la espalda, mascarilla-, se limita a preguntar si hay niños, y a continuación empieza a esparcir veneno a chorros por nuestro hogar, sin esperar si quiera a que ella salga y sin dignarse a darnos la  información básica como, por ejemplo, cuando podemos volver a casa. 

A pesar de que en esta primera salida de fin de semana nos quedamos en la cuidad, el paseo no es, precisamente, relajado... Es la primera vez que camino un rato tan largo (hasta la Candelaria) y que veo el trajín de la 7ª con sus bicis, patinetas, viandantes, vendedores, y mis compañeros callejeros y de correa. A mitad de camino nos sorprende un aguacero monumental que nos obliga a refugiarnos en un pasaje comercial bien colorido repleto de "Recuerdo de Colombia". Yo me hago un ovillo en el piso mientras el vigilante pide a mi mamá que le adopte, igual que a mí, que él también está muy necesitado de cariño. Los vendedores le cuentan historias acerca de las veces que han estado a punto de seguir sus pasos, y -atentos al pequeño matiz- "robarse" un perro... Desde entonces mi mamá jamás me deja sola mientras hace mercado. El vigilante, como mi mamá no lo acoge, nos echa de ahí una vez pasada casi una hora del cierre oficial del centro comercial y, como yo no quiero caminar ni a tiros -y eso que mi mamá ha comprado tremenda sombrilla para cubrirnos las dos previendo este fatal desenlace-, pedimos asilo en una tienda de ropa juvenil que todavía está abierta y donde, sorprendentemente, nos dejan estar -mi aspecto realmente nos abre muchas puertas- hasta que el el fragor de la tempestad da paso al  tamborileo de las gotas sobre el asfalto y llegamos, por fin, a nuestro hogar de acogida donde mi mamá suspira aliviada de que haya aguantado el paseo. Esa noche me dejan dar uno de mis últimos conciertos de guacharaca acompañando a una guitarra que a su vez acompañaba a dos chicas amigas de Steven que cantaban como los ángeles. 
Aquí estamos descansando después de vaciar el salón...

Ya de madrugada, y una vez se han ido los invitados, mi mamá se levanta al baño, como hace siempre, y abre los ojos espantada al descubrir un charco del tamaño del océano atlántico en mitad de la sala. Esa tarde mi nueva veterinaria me había prescrito un diurético con la esperanza de que saliera el agua del edema que tengo en mi pata trasera derecha y mi mamá pensó que el efecto de la droga había sido bestial. Una vez constatado que aquello no podía ser la orinada de un perro, por mucho diurético que estuviera tomando, ven que el techo de la casa estaba poco menos que desplomándose debido a la cantidad de agua que caía y se pasan parte de la noche intentando contener la inundación sacando cubos y cubos de agua del salón y poniendo recipientes por toda la casa. Después de aquello, la verdad es que es difícil impresionarme, y eso que he tenido paseos bien emocionantes... 

A los tres días regresamos a la casa después de un intento frustrado de fuga por mi parte -con collar isabelino puesto y todo- aprovechando un despiste de la chica que ayuda a Steven en la casa. Mi mamá me encuentra dándome de cabezazos contra la puerta de entrada de la calle y yo arremeto contra sus rodillas cuando es ella casualmente la que abre la puerta... Y yo me pongo tan feliz al verla que la gente se voltea a mirar qué es eso que aúlla y se mueve frenético dentro del embudo de plástico blanco... 

lunes, 4 de febrero de 2013

¿Estado civil?: Adoptada


Ya no me queda más remedio que moverme… ¡¡¡Me estoy orinando!!! Tímidamente me arrastro desde detrás de sofá y comienzo a dar vueltas reconociendo la sala. Mi mamá escucha el ruido suave de mis uñas contra el piso y salta de la cama. Captando inmediatamente la situación busca la famosa “correa” entre todos los cachivaches que tiene botados por el salón y, cuando va triunfante a ponérmela, no encuentra mi collar nuevo entre mi pelaje de manera que se vuelve loca buscándolo –y maldiciendo la idea de Steven de quitármelo anoche- mientras yo hago tremendo charco en una esquina. Ni me regaña la pobre, entendiendo que la naturaleza perruna tiene un límite. En ese momento descubre que sí tengo puesto el collar de manera que me saca lo más deprisa posible de la casa por si continúa el espectáculo escatológico.
Son las 6 de la mañana y es la primera vez que veo la luz del día y paseamos juntas por Bogotá, aunque la estampa no sea precisamente la que todo el mundo tiene en la cabeza -dueño con bolsita de plástico en una mano y correa en la otra unos pasos por detrás de su perrito trotón “meneacolas”-, sino la de una chica atribulada teniendo de la cuerda un esqueleto andante que camina a su lado como puede, encogido, y que mira asustado a todas partes metiéndose entre sus piernas y pegándose a las paredes cuando pasa algún taxista madrugador.
Vagando sin rumbo por la Macarena mi mamá da un salto de alegría cuando nos cruzamos con una manada de perros que lleva a un chico de la correa y se dirige corriendo a él preguntándole por un veterinario en la zona. Le recomienda uno en la Perseverancia y le da las mejores referencias. Nos dirigimos hacia allá y nos demoramos una hora en recorrer cuatro cuadras, ya que yo me echo al piso cada pocos pasos y no quiero caminar… Tampoco tenemos prisa, el veterinario demora todavía mucho tiempo en abrir, de modo que le esperamos todavía una hora y pico sentadas en el bordillo disfrutando del sol en la cara y del bullicio propio de los barrios populares. En apenas unas horas en la cuidad ya empiezo a hacerme famosa, ya que todo el que pasa se interesa por mi historia. Los señores que viven en la calle me dice contentos y admirados: -Uy, tan flacucha y tan fea… ¡pero te quieren!- Hay gente a la que incluso se le caen las lágrimas al verme, y le dice a mi mamá que es una santa y que dios le va a recompensar por esa obra de caridad que ha hecho y que yo le voy a traer muchas “bendiciones”. Mi mamá, entre divertida y sorprendida de constatar la necesidad de las personas de conectar un acto humano por excelencia con el más allá, sonríe y agradece las muestras de apoyo que se siguen repitiendo invariablemente cada vez que salimos a la calle durante las primeras semanas, en las que todo el mundo se voltea para mirarnos, y que se van reduciendo progresivamente –si bien no han llegado a desaparecer del todo- a medida que una capita de grasa comienza a recubrir mis costillas.
El veterinario me sube a una plataforma plateada y fría y, a medida que va auscultándome y hablando, a mi mamá se le hacen los ojos más grandes y el corazón más pequeño hasta el punto de que tiene que respirar hondo varias veces para contener las lágrimas –huesos rotos, movilidad muy limitada, vida sedentaria, heridas infectadas, edema, pulgas, parásitos intestinales, etc., etc.- En definitiva, lo que mejor tengo son los dientes… Yo estoy muy asustada y calladita y sólo me muevo para intentar bajarme de ese lugar tan incómodo y esconderme. El señor le insinúa claramente que cualquiera entendería que no quisiera hacerse cargo de un animal en esas condiciones, abriéndole la puerta a salir de esa situación tan rápido como entró… La idea cruza por su cerebro unos segundos y a continuación se desprende de ella, pese a que no sea ni práctico ni racional con base en lo que está oyendo, y decide que va a intentar sacarme adelante confiando en que a base de cariño, ejercicio, instinto de supervivencia y buena alimentación mis problemas de movilidad van poco menos que a desaparecer. Y entonces dan el primer paso hacia mi “oficialización” dejando constancia de mi existencia y mi vínculo con la chica a la que conozco desde apenas unas horas en mi primera ficha veterinaria:
Nombre del paciente: Linda
Raza: Criolla
Nombre del propietario: YF  (qué sensación para las dos, que habíamos llevado una vida tan libre hasta ahora… Ella pasando a ser “propietaria” y, por tanto, responsable, de un ser vivo en cuestión de segundos, cosa con la que había fantaseado de cuando en cuando sin haber querido dar el paso; y yo que ahora me tengo que adaptar a un entorno nuevo y a unas normas pero que también voy a tener un hogar y una familia).
Nos vamos para la casa cargadas de remedios para regresar inmediatamente ya que el pavor a bañarme –situación a la que no me había enfrentado nunca en mi gasolinera natal- es superior a mi timidez y a mis dolores y la novata de mi mamá se siente incapaz de lavar a un animal que se revuelve y aúlla de esa forma. Me sacan kilos de mugre de encima hasta el punto de que cuando mi mamá regresa a buscarme he pasado de ser gris a tener un color dorado precioso –de manera que tienen que modificar los datos identificativos de mi ficha- y sólo repara en mí al reconocer mi inconfundible y particular “tumbao” al caminar.  

domingo, 3 de febrero de 2013

Yo, citadina

Así fue como, de pasar mis días en un espacio asfaltado de apenas un par de metros cuadrados en tierra caliente, rodeada de carros, camiones y suciedad, llegué a convertirme en ciudadana de una de las metrópolis más grandes del mundo mundial, que además es la capital de mi país: Bogotá.

Bogotá queda muuuuuuuuuuy lejos… Tras un viaje eterno de más de dos horas que pasé re-seria mirando a través del vidrio, llegamos a altas horas de la noche al cogollo de la cuidad, en concreto al Carulla de la 7ª con 63, que abre 24 horas. Como, hasta que aparecí yo, mi mamá tenía la típica nevera de soltera que se la pasa comiendo fuera, no tenía en la casa comida adecuada para un carnívoro famélico. Y su amigo insistía en que necesitaban comprar una «correa». En la puerta entablaron conversación con un señor que pedía plata a los que pasaban, cuya ropa olía super delicioso, tenía los pelos largos y parados de la mugre y cuya piel se veía negra debido a que estaba tan sucio como yo, acompañado de su perrito viejito, crespito -él si que era negro de verdad-. Muy conmovido por mi aspecto el señor, que llevaba todas sus posesiones encima, extendió su farmacopea ante nosotros, que constaba de varias botellas sin etiquetas, conteniendo una de ellas disque desparasitante para perros. Mi mamá accedió distraídamente al tratamiento, desapareciendo a continuación en el interior del establecimiento. Mi improvisado doctor de la calle abriéndome la boca con firmeza le pide a su ayudante que me eche un poquito del contenido…

«Blup, blup» a Steven se le riegan ¾ del contenido de la botella dentro y el señor, haciendo caso omiso a sus gritos, me cierra el hocico y me lo sujeta hasta que me lo trago todo,  y yo, además, me relamo.


La entrada en mi nuevo hogar me asustó mucho, las luces, las voces, las miradas de asombro de los porteros por la compañía de la nueva inquilina del edificio (mi mamá llevaba apenas unas semanas allá cuando me recogió), de manera que en cuanto entré al apartamento me escondí en el lugar más recóndito -detrás del sofá-, y no quise salir de allá ni siquiera para comer lo que me ponían delante. Pasé la noche en ese rincón sin moverme mientras mi mamá sufría un ataque de ansiedad en el piso de arriba donde está su cama por lo que acababa de hacer: meter a una perrita desconocida, desconfiada, asustada, desnutrida, que caminaba con dificultad, y de un tamaño bastante mayor de lo que parecía al aire libre, en su casa… Y eso que no sabía lo que se le venía encima… Con el devenir de los días resulté siendo caso mucho más complicado de lo que mi mamá alcanzó nunca a imaginar en el plano de la salud y, sin embargo, mucho más fácil de lo que cabía esperar en lo que respecta a mi carácter y a la evolución que he tenido… El caso es que desde ese momento mi vida cambió radicalmente y estoy feliz de tener una mamá tan valiente –o tan inconsciente, según se mire- que no pensó en las consecuencias y simplemente me sacó de la inmunda para darme una oportunidad…


Esa noche desde su cama mi mamá intentó contactar a su amigo para sentir apoyo en ese momento de angustia intensa previo a caer rendida. Tras un par de intentos fallidos apagó el celular y se entregó a un sueño reparador, si bien liviano, ya que andaba pendiente de mí en el piso de abajo. Steven se apercibió de sus llamadas perdidas a altas horas de la madrugada y, teniendo todavía vívida en su cerebro la escena que habíamos protagonizado apenas unas horas antes, que él se había cuidado mucho de referirle, el pobre pensó que ella le llamaba presa del pánico porque yo me había muerto intoxicada o estaba convulsionando, y se pasó la noche surfeando en internet leyendo sobre los efectos de una sobredosis de purgante… Como soy una auténtica superviviente, una vez más  superé aquella prueba del destino, si bien mi mamá se pasó semanas sorprendida y haciendo cábalas acerca del inusual color blanquecino y la textura pastosa de mis cacas… 

Rescue me


En algún lugar de la vía Villao-Bogotá, 03 de febrero de 2013. 11 pm.
Un aire frío despertó a Marcela cuando dormía en el asiento de atrás del carro mientras Steven y Yamila habían parado para cenar algo en un sencillo restaurante de carretera en el viaje de vuelta de los Llanos.
    - Marcela (somnolienta): «¿¿¿Qué haces ahí en el baúl???»
   - Yamila (emocionada -y un poco preocupada-): «Acabo de recoger una perrita»
  - Marcela, mirándonos: «Es verdad… Ay, tan tierna… Uy mírala, está asustada aunque se la ve bastante tranquila...» –y ya reparando completamente en mí alumbrada tenuemente por las luces de la vía- «Pero… ¡Que perra más fea!».
Pese a que en ese momento yo era un saco de huesos deforme, lleno de mugre, pulgas y garrapatas, de manera que poco se podía decir para rebatir esa afirmación, mi mamá dijo acariciándome la cabeza cariñosa: 
    - « No, no es fea… Es "Linda"»

Y de ahí viene mi nombre…

Nadie sabe cuándo ni dónde nací ni quienes son mis papás… Los expertos veterinarios me miran los dientes y calculan que debo tener entre ocho y doce meses de vida. Sólo hay un acontecimiento claro en mi biografía y es que, hace tres meses, cuando intentaba ampliar mis horizontes -que se reducían a unos metros cuadrados de asfalto entre una gasolinera y un restaurantico encajonados entre las montañas- me arrolló una de esas bolas rodantes que hacen mucho ruido, despiden un olor y unos humos nauseabundos, y que tienen luces blancas por un lado y rojas por otro.

Tras el accidente nadie me atendió. Durante muchas semanas no pude comer nada, ya que mis costillas y mis patas se fracturaron por varios lugares y no podía pararme ni competir con los otros perros por las sobras de comida que de vez en cuando nos dejaban. Ellos tampoco vivían en el lujo y la abundancia, pero algunos de ellos sí tenían un dueño que les alimentaban y aun así se ponían bravos cuando me veían aparecer, me ladraban, me gruñían y me tumbaban de nuevo en el piso echándose encima de mí. Estaba muy, muy hambrienta y apenas podía sostenerme en pie. Yo era el miembro más débil de aquella manada: joven, tímida, con la espalda en forma de «S», ya que los huesos se fueron soldando solos y, además, coja.  

Esa noche me encontraba yo echada cerca de la puerta del restaurante, algo alejada del resto de perros para que no me molestaran. Era uno de esos días buenos en los que muchas bolas luminosas se detenían frente a nuestro restaurante y la gente que salía de ellas nos echaba algún huesito para roer. Cuando vi que la chica de aspecto deportivo y cabello corto que salía con un hueso en la mano rebasaba el radio de acción de mis compañeros aproveché una de mis escasísimas oportunidades de echarme algo al hocico y me lancé, arrancándole el hueso de la mano… Ella se sobresaltó (la verdad es del hambre que tenía mordí bien duro) y, pasada la –no tan buena- impresión inicial, me observó. Me pasó la mano por el lomo, donde sintió todas mis vértebras casi rasgando la piel; por las costillas y por el pecho, por donde se colaron sus dedos palpando todos mis huesos y sentí cómo se estremecía…

A continuación entró de nuevo al restaurante para volver a salir enseguida y esta vez se dirigió directa hacia mí -apartando suave pero firmemente a mis compañeros-, con la mayor cantidad de comida que había visto en mi vida hasta entonces: todos los restos de su «corrientazo». Yo no tenía ojos para nada más que para ese plato y de pura ansia me golpeé contra él y di cuenta del contenido en milésimas de segundo lamiendo a continuación el suelo hasta hacerme daño en la lengua donde antes había caído un granito de arroz.

Ella hablaba con su amigo: «Voy a ver si me sigue». Me llamaba pero a mi me daba miedo porque ya me han pegado muchas veces y apenas recordaba lo que era caminar, y sólo conseguía arrastrarme con el rabo entre las piernas echándome a sus pies cuando se acercaba. «Está coja…» constataron, «...apenas estira las patas traseras». Ella me miraba fijamente, nadie lo había hecho nunca así. Entonces desapareció de nuevo en el Restaurante y la oí preguntar a la dueña. Yo, la verdad, no entendí que significaba eso de «llevarse a la perra». La señora tampoco entendió que quisiera llevarse un animal en un estado tan lamentable pero le dijo «Allá ud., su merced, la perrita no es de nadie, la machucó un carro bien feo hace unos dos meses y ha tenido su primer celo».

Con esa montaña de información, la que estaba a punto de convertirse en mi mamá volvió a salir, me llamó –«Gordi…, ven gordita» (ella es muy amiga de los eufemismos)- y yo tampoco fui, más bien al contrario, me escondí dentro del restaurante. La señora, que me había visto morirme de hambre durante meses y recuperarme completamente sola de mi accidente, tuvo un destello de ternura y solidaridad animal y, viendo una oportunidad para mí, le regaló otro huesito. De esta forma yo la seguí muy asustada hasta cerca de de una de esas bolas rodantes que me despiertan tantos sentimientos contradictorios y ahí me agarró, me alzó y se metió conmigo en la parte de atrás –que ellos llamaban «baúl»-. Yo lloré, me rebullí, e intenté escaparme, pero cuando aquello empezó a rugir y a moverse ella me mantuvo abrazada mientras me acariciaba y me hablaba suavemente así que finalmente, y rodados unos metros, me tumbé junto a ella con las orejas gachas y me resigné a que se me llevaran hacia una nueva vida, un nuevo destino…