En algún lugar de la vía Villao-Bogotá, 03 de febrero de 2013. 11 pm.
Un aire frío
despertó a Marcela cuando dormía en el asiento de atrás del carro mientras
Steven y Yamila habían parado para cenar algo en un sencillo restaurante de
carretera en el viaje de vuelta de los Llanos.
- Marcela (somnolienta): «¿¿¿Qué
haces ahí en el baúl???»
-
Yamila (emocionada -y un poco preocupada-): «Acabo de recoger una perrita»
- Marcela,
mirándonos: «Es verdad… Ay, tan tierna… Uy mírala, está asustada aunque
se la ve bastante tranquila...» –y ya reparando completamente en mí alumbrada
tenuemente por las luces de la vía- «Pero… ¡Que perra más fea!».
Pese a que en ese momento yo era un
saco de huesos deforme, lleno de mugre, pulgas y garrapatas, de manera que poco
se podía decir para rebatir esa afirmación, mi mamá dijo acariciándome la
cabeza cariñosa:
- « No, no es fea… Es "Linda"»
Y de ahí viene mi nombre…
Nadie sabe cuándo ni dónde nací ni
quienes son mis papás… Los expertos veterinarios me miran los dientes y
calculan que debo tener entre ocho y doce meses de vida. Sólo hay un
acontecimiento claro en mi biografía y es que, hace tres meses, cuando intentaba
ampliar mis horizontes -que se reducían a unos metros cuadrados de asfalto
entre una gasolinera y un restaurantico encajonados entre las montañas- me
arrolló una de esas bolas rodantes que hacen mucho ruido, despiden un olor y
unos humos nauseabundos, y que tienen luces blancas por un lado y rojas por
otro.
Tras el accidente nadie me atendió.
Durante muchas semanas no pude comer nada, ya que mis costillas y mis patas se
fracturaron por varios lugares y no podía pararme ni competir con los otros
perros por las sobras de comida que de vez en cuando nos dejaban. Ellos tampoco
vivían en el lujo y la abundancia, pero algunos de ellos sí tenían un dueño que
les alimentaban y aun así se ponían bravos cuando me veían aparecer, me
ladraban, me gruñían y me tumbaban de nuevo en el piso echándose encima de mí.
Estaba muy, muy hambrienta y apenas podía sostenerme en pie. Yo era el miembro más débil de aquella manada: joven, tímida, con
la espalda en forma de «S», ya que los huesos se fueron soldando solos y,
además, coja.
Esa noche me encontraba yo echada cerca
de la puerta del restaurante, algo alejada del resto de perros para que no me
molestaran. Era uno de esos días buenos en los que muchas bolas
luminosas se detenían frente a nuestro restaurante
y la gente que salía de ellas nos echaba algún huesito para roer. Cuando vi que
la chica de aspecto deportivo y cabello corto que salía con un hueso en la mano
rebasaba el radio de acción de mis compañeros aproveché una de mis escasísimas
oportunidades de echarme algo al hocico y me lancé, arrancándole el hueso de la
mano… Ella se sobresaltó (la verdad es del hambre que tenía mordí bien duro) y,
pasada la –no tan buena- impresión inicial, me observó. Me pasó la mano por el
lomo, donde sintió todas mis vértebras casi rasgando la piel; por las costillas
y por el pecho, por donde se colaron sus dedos palpando todos mis huesos y
sentí cómo se estremecía…
A continuación entró de nuevo al
restaurante para volver a salir enseguida y esta vez se dirigió directa hacia
mí -apartando suave pero firmemente a mis compañeros-, con la mayor cantidad de
comida que había visto en mi vida hasta entonces: todos los restos de su
«corrientazo». Yo no tenía ojos para nada más que para ese plato y de pura ansia
me golpeé contra él y di cuenta del contenido en milésimas de segundo lamiendo
a continuación el suelo hasta hacerme daño en la lengua donde antes había caído
un granito de arroz.
Ella hablaba con su amigo: «Voy a ver
si me sigue». Me llamaba pero a mi me daba miedo porque ya me han pegado muchas
veces y apenas recordaba lo que era caminar, y sólo conseguía arrastrarme con
el rabo entre las piernas echándome a sus pies cuando se acercaba. «Está
coja…» constataron, «...apenas estira las patas traseras». Ella me miraba
fijamente, nadie lo había hecho nunca así. Entonces desapareció de nuevo en el
Restaurante y la oí preguntar a la dueña. Yo, la verdad, no entendí que
significaba eso de «llevarse a la perra». La señora tampoco entendió que
quisiera llevarse un animal en un estado tan lamentable pero le dijo «Allá ud.,
su merced, la perrita no es de nadie, la machucó un carro bien feo hace unos
dos meses y ha tenido su primer celo».
Con esa montaña de información, la que
estaba a punto de convertirse en mi mamá volvió a salir, me llamó –«Gordi…, ven
gordita» (ella es muy amiga de los eufemismos)- y yo tampoco fui, más bien al
contrario, me escondí dentro del restaurante. La señora, que me había visto
morirme de hambre durante meses y recuperarme completamente sola de mi
accidente, tuvo un destello de ternura y solidaridad animal y, viendo una
oportunidad para mí, le regaló otro huesito. De esta forma yo la seguí muy
asustada hasta cerca de de una de esas bolas rodantes que me despiertan
tantos sentimientos contradictorios y ahí me agarró, me alzó y se metió
conmigo en la parte de atrás –que ellos llamaban «baúl»-. Yo lloré, me rebullí,
e intenté escaparme, pero cuando aquello empezó a rugir y a moverse ella me
mantuvo abrazada mientras me acariciaba y me hablaba suavemente así que
finalmente, y rodados unos metros, me tumbé junto a ella con las orejas gachas
y me resigné a que se me llevaran hacia una nueva vida, un nuevo destino…