Ya no me queda más remedio que moverme… ¡¡¡Me estoy orinando!!! Tímidamente
me arrastro desde detrás de sofá y comienzo a dar vueltas reconociendo la sala.
Mi mamá escucha el ruido suave de mis uñas contra el piso y salta de la cama.
Captando inmediatamente la situación busca la famosa “correa” entre todos los
cachivaches que tiene botados por el salón y, cuando va triunfante a ponérmela,
no encuentra mi collar nuevo entre mi pelaje de manera que se vuelve loca
buscándolo –y maldiciendo la idea de Steven de quitármelo anoche- mientras yo
hago tremendo charco en una esquina. Ni me regaña la pobre, entendiendo que la
naturaleza perruna tiene un límite. En ese momento descubre que sí tengo puesto
el collar de manera que me saca lo más deprisa posible de la casa por si
continúa el espectáculo escatológico.
Son las 6 de la mañana y es la primera vez que veo la luz del día y
paseamos juntas por Bogotá, aunque la estampa no sea precisamente la que todo
el mundo tiene en la cabeza -dueño con bolsita de plástico en una mano y correa
en la otra unos pasos por detrás de su perrito trotón “meneacolas”-, sino la de
una chica atribulada teniendo de la cuerda un esqueleto andante que camina a su
lado como puede, encogido, y que mira asustado a todas partes metiéndose entre
sus piernas y pegándose a las paredes cuando pasa algún taxista madrugador.
Vagando sin rumbo por la Macarena mi mamá da un salto de alegría cuando nos
cruzamos con una manada de perros que lleva a un chico de la correa y se dirige
corriendo a él preguntándole por un veterinario en la zona. Le recomienda uno
en la Perseverancia y le da las mejores referencias. Nos dirigimos hacia allá y
nos demoramos una hora en recorrer cuatro cuadras, ya que yo me echo al piso
cada pocos pasos y no quiero caminar… Tampoco tenemos prisa, el veterinario
demora todavía mucho tiempo en abrir, de modo que le esperamos todavía una hora
y pico sentadas en el bordillo disfrutando del sol en la cara y del bullicio propio
de los barrios populares. En apenas unas horas en la cuidad ya empiezo a
hacerme famosa, ya que todo el que pasa se interesa por mi historia. Los
señores que viven en la calle me dice contentos y admirados: -Uy, tan flacucha
y tan fea… ¡pero te quieren!- Hay gente a la que incluso se le caen las
lágrimas al verme, y le dice a mi mamá que es una santa y que dios le va a
recompensar por esa obra de caridad que ha hecho y que yo le voy a traer muchas
“bendiciones”. Mi mamá, entre divertida y sorprendida de constatar la necesidad
de las personas de conectar un acto humano por excelencia con el más allá, sonríe
y agradece las muestras de apoyo que se siguen repitiendo invariablemente cada
vez que salimos a la calle durante las primeras semanas, en las que todo el
mundo se voltea para mirarnos, y que se van reduciendo progresivamente –si bien
no han llegado a desaparecer del todo- a medida que una capita de grasa
comienza a recubrir mis costillas.
El veterinario me sube a una plataforma plateada y fría y, a medida que va
auscultándome y hablando, a mi mamá se le hacen los ojos más grandes y el
corazón más pequeño hasta el punto de que tiene que respirar hondo varias veces
para contener las lágrimas –huesos rotos, movilidad muy limitada, vida
sedentaria, heridas infectadas, edema, pulgas, parásitos intestinales, etc.,
etc.- En definitiva, lo que mejor tengo son los dientes… Yo estoy muy asustada
y calladita y sólo me muevo para intentar bajarme de ese lugar tan incómodo y
esconderme. El señor le insinúa claramente que cualquiera entendería que no
quisiera hacerse cargo de un animal en esas condiciones, abriéndole la puerta a
salir de esa situación tan rápido como entró… La idea cruza por su cerebro unos
segundos y a continuación se desprende de ella, pese a que no sea ni práctico
ni racional con base en lo que está oyendo, y decide que va a intentar sacarme adelante
confiando en que a base de cariño, ejercicio, instinto de supervivencia y buena
alimentación mis problemas de movilidad van poco menos que a desaparecer. Y
entonces dan el primer paso hacia mi “oficialización” dejando constancia de mi
existencia y mi vínculo con la chica a la que conozco desde apenas unas horas
en mi primera ficha veterinaria:
Nombre del paciente: Linda
Raza: Criolla
Nombre del propietario: YF (qué sensación para las dos, que habíamos
llevado una vida tan libre hasta ahora… Ella pasando a ser “propietaria” y, por
tanto, responsable, de un ser vivo en cuestión de segundos, cosa con la que
había fantaseado de cuando en cuando sin haber querido dar el paso; y yo que
ahora me tengo que adaptar a un entorno nuevo y a unas normas pero que también
voy a tener un hogar y una familia).
Nos vamos para la casa cargadas de remedios para regresar inmediatamente ya
que el pavor a bañarme –situación a la que no me había enfrentado nunca en mi
gasolinera natal- es superior a mi timidez y a mis dolores y la novata de mi
mamá se siente incapaz de lavar a un animal que se revuelve y aúlla de esa
forma. Me sacan kilos de mugre de encima hasta el punto de que cuando mi mamá regresa
a buscarme he pasado de ser gris a tener un color dorado precioso –de manera
que tienen que modificar los datos identificativos de mi ficha- y sólo repara
en mí al reconocer mi inconfundible y particular “tumbao” al caminar.
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