domingo, 3 de febrero de 2013

Yo, citadina

Así fue como, de pasar mis días en un espacio asfaltado de apenas un par de metros cuadrados en tierra caliente, rodeada de carros, camiones y suciedad, llegué a convertirme en ciudadana de una de las metrópolis más grandes del mundo mundial, que además es la capital de mi país: Bogotá.

Bogotá queda muuuuuuuuuuy lejos… Tras un viaje eterno de más de dos horas que pasé re-seria mirando a través del vidrio, llegamos a altas horas de la noche al cogollo de la cuidad, en concreto al Carulla de la 7ª con 63, que abre 24 horas. Como, hasta que aparecí yo, mi mamá tenía la típica nevera de soltera que se la pasa comiendo fuera, no tenía en la casa comida adecuada para un carnívoro famélico. Y su amigo insistía en que necesitaban comprar una «correa». En la puerta entablaron conversación con un señor que pedía plata a los que pasaban, cuya ropa olía super delicioso, tenía los pelos largos y parados de la mugre y cuya piel se veía negra debido a que estaba tan sucio como yo, acompañado de su perrito viejito, crespito -él si que era negro de verdad-. Muy conmovido por mi aspecto el señor, que llevaba todas sus posesiones encima, extendió su farmacopea ante nosotros, que constaba de varias botellas sin etiquetas, conteniendo una de ellas disque desparasitante para perros. Mi mamá accedió distraídamente al tratamiento, desapareciendo a continuación en el interior del establecimiento. Mi improvisado doctor de la calle abriéndome la boca con firmeza le pide a su ayudante que me eche un poquito del contenido…

«Blup, blup» a Steven se le riegan ¾ del contenido de la botella dentro y el señor, haciendo caso omiso a sus gritos, me cierra el hocico y me lo sujeta hasta que me lo trago todo,  y yo, además, me relamo.


La entrada en mi nuevo hogar me asustó mucho, las luces, las voces, las miradas de asombro de los porteros por la compañía de la nueva inquilina del edificio (mi mamá llevaba apenas unas semanas allá cuando me recogió), de manera que en cuanto entré al apartamento me escondí en el lugar más recóndito -detrás del sofá-, y no quise salir de allá ni siquiera para comer lo que me ponían delante. Pasé la noche en ese rincón sin moverme mientras mi mamá sufría un ataque de ansiedad en el piso de arriba donde está su cama por lo que acababa de hacer: meter a una perrita desconocida, desconfiada, asustada, desnutrida, que caminaba con dificultad, y de un tamaño bastante mayor de lo que parecía al aire libre, en su casa… Y eso que no sabía lo que se le venía encima… Con el devenir de los días resulté siendo caso mucho más complicado de lo que mi mamá alcanzó nunca a imaginar en el plano de la salud y, sin embargo, mucho más fácil de lo que cabía esperar en lo que respecta a mi carácter y a la evolución que he tenido… El caso es que desde ese momento mi vida cambió radicalmente y estoy feliz de tener una mamá tan valiente –o tan inconsciente, según se mire- que no pensó en las consecuencias y simplemente me sacó de la inmunda para darme una oportunidad…


Esa noche desde su cama mi mamá intentó contactar a su amigo para sentir apoyo en ese momento de angustia intensa previo a caer rendida. Tras un par de intentos fallidos apagó el celular y se entregó a un sueño reparador, si bien liviano, ya que andaba pendiente de mí en el piso de abajo. Steven se apercibió de sus llamadas perdidas a altas horas de la madrugada y, teniendo todavía vívida en su cerebro la escena que habíamos protagonizado apenas unas horas antes, que él se había cuidado mucho de referirle, el pobre pensó que ella le llamaba presa del pánico porque yo me había muerto intoxicada o estaba convulsionando, y se pasó la noche surfeando en internet leyendo sobre los efectos de una sobredosis de purgante… Como soy una auténtica superviviente, una vez más  superé aquella prueba del destino, si bien mi mamá se pasó semanas sorprendida y haciendo cábalas acerca del inusual color blanquecino y la textura pastosa de mis cacas… 

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