Dedicado a los estudiantes de mi mamá
Pasadas más de seis semanas desde que llegué a Bogotá, las heridas de mis
patitas están, por fin, cerradas (en total el proceso se ha demorado más de
tres meses) y mi mamá decide que ya es hora de recuperar, poco a poco, el ritmo
de sus actividades dejándome un par de días a la semana con un
paseador.
No es la primera vez que lo veo, porque ya antes
habíamos ido a conocer con él una de sus rutas, e incluso habíamos ido unas cuantas
veces a su casa, ya que mi mamá quería asegurarse que yo lo conocía y me quedaba
tranquila con él, y que me iba a tratar bien.
Hoy, en mi primer día de paseo, bien tempranito me
bajó por primera vez a la calle a que él me recogiera igual que las otras mamás
bajan a sus hijos a que los recoja la ruta escolar. Como ruido de fondo
mientras olisqueo la hierba y saludo a mis otros compañeros de salida, escucho
como mi mamá nos desea un feliz día y, entregándole la correa le advierte: “no
te confíes, Orlando, después de haberla visto el otro día en la montaña… La
perrita es obediente cuando está conmigo, e incluso a veces conmigo se vuelve
sorda, de manera que te pido que, al menos de momento, no la sueltes. Y mucho
ojo si os cruzáis con una patineta, agárrala fuerte porque se lanza y te puedes
meter en un problema”. Orlando, que es el que trata con perros todos los días y
ya me ha visto que soy dócil, y que ni siquiera me muevo con soltura, asiente con
cierta sonrisa condescendiente pensando que mi mamá es un poquito histérica y
superprotectora, como todas las mamás, y ella se vuelve a la casa sin prestarme
mucha atención, para hacerme la separación fácil, quedándose con el corazoncito
un poquito encogido, como supongo que se sienten todas las mamás la primera vez
que dejan a sus hijos al cuidado de un desconocido y estos dan sus primeros
pasos hacia la independencia, y procurando centrarse en saborear la
tranquilidad que no tuvo en las primeras seis semanas de médicos, drogas,
cadáveres apestosos, y collar isabelino.
Apenas una hora y pico después, cuando mi mami se
encuentra en la Universidad preparando su clase, Orlando le timbra al celular:
“¿Qué tal? ¿Cómo has estado?" "Bien, ¿y
tu?" "Bien, bien, gracias” Y, a continuación: “Se ha volado la
perrita". Ni más ni menos que en el Parque Nacional -especifica- que es el
más grande de Bogotá: una superficie verde de muchas hectáreas comunicada con
el bosque, salpicada de instalaciones deportivas, fincas y hasta museos y
puestos de comida que se encuentra seccionada por varias carreteras, dos de
ellas autopistas. Ni en las más dramáticas circunstancias el colombiano pierde
su sentido de la educación.
A mi mamá se le forma el nudo en la garganta precedente al llanto y siente una mezcla de estupefacción, enfado y lástima por el pobre señor, que se encuentra profundamente avergonzado y no sabe dónde meterse. Nadando en ese magma de emociones mantiene, sin embargo, la cabeza fría y se informa acerca de tiempo transcurrido, lugar de la desaparición (que sin embargo, no identifica ya que ella no es de acá) y si alguien ha visto para dónde he ido. A continuación agarra su bolso, dejar encargado a su jefe de dar la clase que tiene en menos de media hora –sobre secuestro y desaparición forzada, precisamente-, y sale corriendo a buscarme.
A mi mamá se le forma el nudo en la garganta precedente al llanto y siente una mezcla de estupefacción, enfado y lástima por el pobre señor, que se encuentra profundamente avergonzado y no sabe dónde meterse. Nadando en ese magma de emociones mantiene, sin embargo, la cabeza fría y se informa acerca de tiempo transcurrido, lugar de la desaparición (que sin embargo, no identifica ya que ella no es de acá) y si alguien ha visto para dónde he ido. A continuación agarra su bolso, dejar encargado a su jefe de dar la clase que tiene en menos de media hora –sobre secuestro y desaparición forzada, precisamente-, y sale corriendo a buscarme.
Con el corazón acelerado y
las lágrimas asomándole a los ojos llega al punto donde ella piensa que he
desaparecido para hacer el recorrido –uno de los muchos- que he podido hacer yo
hacia la casa. Piensa en lo paradójico que es que justo en esos días fueran a
entregarle mi chapa con mis datos de identificación y llama a todas las
personas que conoce en la Perseverancia para advertirles de que estén atentos
por si me ven. Camina rápido, mirando a todas partes, intentando mantener la
calma y visualizando mentalmente nuestro reencuentro en cada esquina. Ella
confía en mi inteligencia y en mi nariz y sabe que si llego a un lugar conocido
puedo encontrar la casa -hoy, mañana, en dos días-, porque hemos paseado
muchísimo juntas –cómo se alegra ahora de haberme sacado a pasear por todas
partes y haber desoído las recomendaciones-, aunque la verdad es que nunca antes
habíamos llegado al lugar donde me perdí. Derrama un par de lágrimas cuando
piensa en lo grande que es Bogotá y en la cantidad de carros y ladrones de
perros que se encuentran en sus calles en esos momentos para, a continuación, volver
a visualizarme saltándole encima.
Pregunta a cuanto policía,
kioskero, vigilante y persona con perro con que se cruza y a todos les da mi
descripción, mi nombre, y su número de celular. Sólo una persona reporta haber
visto “una perrita con una pañoleta rosada, cojita, bajando hacia la 7ª”. Soy
yo, sin duda. Aunque se trata de la calle más transitada por carros y por
personas y con más ruido y actividad del centro de la cuidad mi mamá hace por
verle la parte positiva y se concentra en imaginarme sana y salva por la acera,
camino del Parque de la Independencia, donde vamos siempre. Una vez allí, sin
embargo, sólo hay un gran vacío verde, ni rastro de la pañoleta rosada. Cuando,
sobreponiéndose de su desencanto, comienza a visualizarme en otros lugares
conocidos, suena el celular: son los porteros del edificio para comunicarle que
la perrita ha llegado sola a la casa. Dos horas y media después.
No sé cómo hará el gran
maestro escapista Houdini, pero esta es mi táctica infalible: primero hipnotizo
a mis víctimas alimentándoles el sueño que tienen todos los humanos de sentir
conexión con nosotros, como en las películas de la perra Lassie. Yo había
estado paseando con el señor un ratito y jugando con mis compañeros, él me dio
de comer y yo le recibí la comida muy querida, me acarició y yo estuve un
ratito tumbada a sus pies y me estiré para que me rascara la barriga, le miré
con mis ojitos seductores de no haber roto un plato en mi vida y el señor me
soltó la correa. Luego nunca salgo corriendo inmediatamente, porque despertaría
sospechas y me volverían a poner la correa, sino que espero a que estén
confiados y tranquilos para hacer mutis por el foro. Yo anduve olisqueando el
pasto un poquito más y paseando distraídamente por allá hasta que, por fin, me
fui a buscar a mi mamá. Cuando Orlando me vio enfilar hacia la 5ª y cruzarla esquivando
carros me llamó, y cuando más lo hacía, más rápido corría yo una vez que había
puesto el plan de fuga en marcha. Lo mismo ocurrió con una vecina que me vio
sola en las inmediaciones del edificio. Me llamó y yo salí corriendo en sentido
contrario, no sea que me fuera a interceptar y alejar de mi objetivo. Cuando
llegué a mi casa, con la señora jadeando detrás mío pisándome los talones, los
porteros, que estaban advertidos, me recibieron muy aliviados y contentos e
improvisaron una correa con cuerda para tender la ropa mientras llegaba mi mamá
a buscarme.
Al ver aparecer a mi mamá, sonriente, roja
del esfuerzo por la carrera hasta el edificio salto sobre ella de la emoción,
doy patadas al aire y muevo la cola frenética y, de paso, todo el cuerpo. Mis
aullidos de felicidad hacen que varios vecinos salgan de sus casas para ver qué
es ese escándalo y, desde sus puertas, sonríen enternecidos al ver a mi mami en
mitad de la entrada riéndose a carcajadas intentando acariciar y abrazar a un
perro al que parece haberle dado un ataque de epilepsia.
Epílogo :
Cuando llegamos a nuestro hogar me meto en el
hueco de la escalera –lugar donde habitualmente sólo me escondo cuando mi mami
aparece en mi campo de visión el desinfectante en la mano- y me quedo inmóvil,
rendida, hasta el punto de que ella, preocupada, llega incluso a llamar al
veterinario para ver si es posible que me haya envenenado con algo en la calle,
ya que nunca antes me había visto tan extraña, y no son pocas las personas en
Bogotá que emplean esos métodos para librarse de las cacas de perro.
Esa misma tarde vamos a exigir mi placa al
cerrajero que había quedado en entregarla ya hace varios días. No la tiene y mi
mamá le dice que la quiere para mañana a primera hora, sin falta, que si no
puede se la encarga a otra persona, y además insiste en comprobar que anotó
correctamente los números que tiene que grabar. Como respuesta obtiene, por segunda
vez en el día, una mirada de cierta autocomplacencia indicándole que es una
europea histérica e hiperprotectora. A la mañana siguiente nos entrega una obra
de arte grabada a mano a golpe de cortauñas o similar, y con su número de
teléfono mal escrito. Con los ojos como platos le dice al señor que qué carajos
es eso y él le explica que se le había roto la máquina de grabar. Mi mami casi
nunca se enfada pero su cara en ese momento es un poema, de manera que el
artista ni se atreve a pedirle la plata por sus servicios, y con razón, porque,
en definitiva, me destrozó la chapita azul tan linda que me puso el veterinario
por la vacuna de la rabia. Por mucho tiempo llevé una chapa de producción
artesanal con el número corregido con las tijeras de las uñas, hasta que, con
motivo de mi viaje a España mi veterinario me regaló una flamante chapa negra
con forma de hueso en la que figura hasta mi número de microchip.