martes, 12 de marzo de 2013

La gran "Linda Houdini"


Dedicado a los estudiantes de mi mamá

Pasadas más de seis semanas desde que llegué a Bogotá, las heridas de mis patitas están, por fin, cerradas (en total el proceso se ha demorado más de tres meses) y mi mamá decide que ya es hora de recuperar, poco a poco, el ritmo de sus actividades dejándome un par de días a la semana con un paseador. 

No es la primera vez que lo veo, porque ya antes habíamos ido a conocer con él una de sus rutas, e incluso habíamos ido unas cuantas veces a su casa, ya que mi mamá quería asegurarse que yo lo conocía y me quedaba tranquila con él, y que me iba a tratar bien.

Hoy, en mi primer día de paseo, bien tempranito me bajó por primera vez a la calle a que él me recogiera igual que las otras mamás bajan a sus hijos a que los recoja la ruta escolar. Como ruido de fondo mientras olisqueo la hierba y saludo a mis otros compañeros de salida, escucho como mi mamá nos desea un feliz día y, entregándole la correa le advierte: “no te confíes, Orlando, después de haberla visto el otro día en la montaña… La perrita es obediente cuando está conmigo, e incluso a veces conmigo se vuelve sorda, de manera que te pido que, al menos de momento, no la sueltes. Y mucho ojo si os cruzáis con una patineta, agárrala fuerte porque se lanza y te puedes meter en un problema”. Orlando, que es el que trata con perros todos los días y ya me ha visto que soy dócil, y que ni siquiera me muevo con soltura, asiente con cierta sonrisa condescendiente pensando que mi mamá es un poquito histérica y superprotectora, como todas las mamás, y ella se vuelve a la casa sin prestarme mucha atención, para hacerme la separación fácil, quedándose con el corazoncito un poquito encogido, como supongo que se sienten todas las mamás la primera vez que dejan a sus hijos al cuidado de un desconocido y estos dan sus primeros pasos hacia la independencia, y procurando centrarse en saborear la tranquilidad que no tuvo en las primeras seis semanas de médicos, drogas, cadáveres apestosos, y collar isabelino. 

Apenas una hora y pico después, cuando mi mami se encuentra en la Universidad preparando su clase, Orlando le timbra al celular:

“¿Qué tal? ¿Cómo has estado?" "Bien, ¿y tu?" "Bien, bien, gracias” Y, a continuación: “Se ha volado la perrita". Ni más ni menos que en el Parque Nacional -especifica- que es el más grande de Bogotá: una superficie verde de muchas hectáreas comunicada con el bosque, salpicada de instalaciones deportivas, fincas y hasta museos y puestos de comida que se encuentra seccionada por varias carreteras, dos de ellas autopistas. Ni en las más dramáticas circunstancias el colombiano pierde su sentido de la educación. 

A mi mamá se le forma el nudo en la garganta precedente al llanto y siente una mezcla de estupefacción, enfado y lástima por el pobre señor, que se encuentra profundamente avergonzado y no sabe dónde meterse. Nadando en ese magma de emociones mantiene, sin embargo, la cabeza fría y se informa acerca de tiempo transcurrido, lugar de la desaparición (que sin embargo, no identifica ya que ella no es de acá) y si alguien ha visto para dónde he ido. A continuación agarra su bolso, dejar encargado a su jefe de dar la clase que tiene en menos de media hora –sobre secuestro y desaparición forzada, precisamente-, y sale corriendo a buscarme. 

Con el corazón acelerado y las lágrimas asomándole a los ojos llega al punto donde ella piensa que he desaparecido para hacer el recorrido –uno de los muchos- que he podido hacer yo hacia la casa. Piensa en lo paradójico que es que justo en esos días fueran a entregarle mi chapa con mis datos de identificación y llama a todas las personas que conoce en la Perseverancia para advertirles de que estén atentos por si me ven. Camina rápido, mirando a todas partes, intentando mantener la calma y visualizando mentalmente nuestro reencuentro en cada esquina. Ella confía en mi inteligencia y en mi nariz y sabe que si llego a un lugar conocido puedo encontrar la casa -hoy, mañana, en dos días-, porque hemos paseado muchísimo juntas –cómo se alegra ahora de haberme sacado a pasear por todas partes y haber desoído las recomendaciones-, aunque la verdad es que nunca antes habíamos llegado al lugar donde me perdí. Derrama un par de lágrimas cuando piensa en lo grande que es Bogotá y en la cantidad de carros y ladrones de perros que se encuentran en sus calles en esos momentos para, a continuación, volver a visualizarme saltándole encima.

Pregunta a cuanto policía, kioskero, vigilante y persona con perro con que se cruza y a todos les da mi descripción, mi nombre, y su número de celular. Sólo una persona reporta haber visto “una perrita con una pañoleta rosada, cojita, bajando hacia la 7ª”. Soy yo, sin duda. Aunque se trata de la calle más transitada por carros y por personas y con más ruido y actividad del centro de la cuidad mi mamá hace por verle la parte positiva y se concentra en imaginarme sana y salva por la acera, camino del Parque de la Independencia, donde vamos siempre. Una vez allí, sin embargo, sólo hay un gran vacío verde, ni rastro de la pañoleta rosada. Cuando, sobreponiéndose de su desencanto, comienza a visualizarme en otros lugares conocidos, suena el celular: son los porteros del edificio para comunicarle que la perrita ha llegado sola a la casa. Dos horas y media después.

No sé cómo hará el gran maestro escapista Houdini, pero esta es mi táctica infalible: primero hipnotizo a mis víctimas alimentándoles el sueño que tienen todos los humanos de sentir conexión con nosotros, como en las películas de la perra Lassie. Yo había estado paseando con el señor un ratito y jugando con mis compañeros, él me dio de comer y yo le recibí la comida muy querida, me acarició y yo estuve un ratito tumbada a sus pies y me estiré para que me rascara la barriga, le miré con mis ojitos seductores de no haber roto un plato en mi vida y el señor me soltó la correa. Luego nunca salgo corriendo inmediatamente, porque despertaría sospechas y me volverían a poner la correa, sino que espero a que estén confiados y tranquilos para hacer mutis por el foro. Yo anduve olisqueando el pasto un poquito más y paseando distraídamente por allá hasta que, por fin, me fui a buscar a mi mamá. Cuando Orlando me vio enfilar hacia la 5ª y cruzarla esquivando carros me llamó, y cuando más lo hacía, más rápido corría yo una vez que había puesto el plan de fuga en marcha. Lo mismo ocurrió con una vecina que me vio sola en las inmediaciones del edificio. Me llamó y yo salí corriendo en sentido contrario, no sea que me fuera a interceptar y alejar de mi objetivo. Cuando llegué a mi casa, con la señora jadeando detrás mío pisándome los talones, los porteros, que estaban advertidos, me recibieron muy aliviados y contentos e improvisaron una correa con cuerda para tender la ropa mientras llegaba mi mamá a buscarme. 

Al ver aparecer a mi mamá, sonriente, roja del esfuerzo por la carrera hasta el edificio salto sobre ella de la emoción, doy patadas al aire y muevo la cola frenética y, de paso, todo el cuerpo. Mis aullidos de felicidad hacen que varios vecinos salgan de sus casas para ver qué es ese escándalo y, desde sus puertas, sonríen enternecidos al ver a mi mami en mitad de la entrada riéndose a carcajadas intentando acariciar y abrazar a un perro al que parece haberle dado un ataque de epilepsia.

Epílogo :

Cuando llegamos a nuestro hogar me meto en el hueco de la escalera –lugar donde habitualmente sólo me escondo cuando mi mami aparece en mi campo de visión el desinfectante en la mano- y me quedo inmóvil, rendida, hasta el punto de que ella, preocupada, llega incluso a llamar al veterinario para ver si es posible que me haya envenenado con algo en la calle, ya que nunca antes me había visto tan extraña, y no son pocas las personas en Bogotá que emplean esos métodos para librarse de las cacas de perro.

Esa misma tarde vamos a exigir mi placa al cerrajero que había quedado en entregarla ya hace varios días. No la tiene y mi mamá le dice que la quiere para mañana a primera hora, sin falta, que si no puede se la encarga a otra persona, y además insiste en comprobar que anotó correctamente los números que tiene que grabar. Como respuesta obtiene, por segunda vez en el día, una mirada de cierta autocomplacencia indicándole que es una europea histérica e hiperprotectora. A la mañana siguiente nos entrega una obra de arte grabada a mano a golpe de cortauñas o similar, y con su número de teléfono mal escrito. Con los ojos como platos le dice al señor que qué carajos es eso y él le explica que se le había roto la máquina de grabar. Mi mami casi nunca se enfada pero su cara en ese momento es un poema, de manera que el artista ni se atreve a pedirle la plata por sus servicios, y con razón, porque, en definitiva, me destrozó la chapita azul tan linda que me puso el veterinario por la vacuna de la rabia. Por mucho tiempo llevé una chapa de producción artesanal con el número corregido con las tijeras de las uñas, hasta que, con motivo de mi viaje a España mi veterinario me regaló una flamante chapa negra con forma de hueso en la que figura hasta mi número de microchip.  

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